Habiendo llegado hasta donde estoy ahora, reconozco en esos diez minutos que me tomó ir de la casa a la “U”, un recorrido que dejó una huella indeleble en el rumbo que tomaría mi vida, afianzándome en el sano ejercicio del auto-cuestionamiento que, a partir de ese momento, se volvió una práctica cotidiana. Saqué de mi mochila el móvil y en el block de notas escribí: “¿soy realmente feliz?”, en ese momento de fugaz redacción filosófica puede ver más débiles que nunca a las verdades impuestas por la sociedad, y el pensamiento crítico se convirtió en el principio revolucionario de cambio que utilicé como combustible transformador. Fue entonces cuando todo lo que había estipulado, hecho, aprendido y creído; paso a ser puesto en tela de juicio, era momento de dejar de vivir las vidas de los demás; romper con las ideas de que del arte no se puede vivir; estudiar lo que mis padres querían y empeñarme en la fatigante búsqueda de la felicidad que me habían hecho creer. Llegué a la puerta de la universidad, desde afuera observé la estatua del personaje epítome del campus: Antenor Orrego, un rebelde—pensé. Y el mare magnum de estudiantes comenzaba a ingresar, yo no me atrevía a dar un paso, seguía petrificada viendo a ese señor de otro tiempo que se me hacía más contemporáneo que cualquiera de los que conocía; y los muchachos seguían entrando, pasó uno de mi clase, creo que no me acuerdo de su rostro, pero se que era. Andrea—me dijo—, apúrate que estamos tarde. Y siguió su camino, no me importó. Tenía al celular en la mano, y esa pregunta que me había planteado seguía ausente de réplica, el sol comenzaba a hacerse pasó y los primeros rayos a calentar el día, las nubes se habían despejado. Redacté: “la felicidad no se persigue, la felicidad se vive”.