Las nubes bloqueando la luz es ahora una constante en la ciudad—pensé erigiendo la cabeza y sacando el mentón —, y yo también me siento así.
Caminaba por la avenida Prolongación Vallejo, donde el ritmo desenfrenado de las primeras horas de la mañana, siendo entonces las siete; era el caldo de cultivo ideal para una atmósfera descolorida que encajaba a la perfección con el estado de ánimo que yo tenía en ese entonces. Caminaba a paso ligero; comprobé mi reloj y andaba tarde para la clase, aún así; continuaba con mi despreocupada marcha camino a la universidad. Tuve que cruzar un zanjón a largos trancos, eso era el usufructo de las interminables obras de construcción que, día a día, ponían una cuota de contribución al ambiente agitado, convulso. El estruendoso grito de sus taladros emanaban urbanas tormentas de polvo dignas del desierto meridional; el tráfico hecho caravanas vehiculares por el desvío del tránsito y el claxon: pí-pí-pí, por doquier. ¿Es la arquitectura mi verdadera vocación?—me pregunté. Y los agudos decibeles del silbato del policía rechinaban en mis tímpanos, pero no interrumpía mi introspección. Pí-pí-pí, me hacía el microbús que se impacientaba con mi andar cuando cruzaba la pista para ir a la otra acera, pí-pí-pí-pí-pí ¡avanza flaca!— gritaba el cobrador; y yo, ausente de todo ello, avanzaba con la misma parsimonia sin alterar mi actitud tranquila que en verdad encubría una profunda falta de orientación, brújula y dirección.